La Ciudad

Detrás de las paredes

Por Marcelo Pasetti

Quedarse petrificado un par de minutos ante ese cuadro sólo visto en las películas. Sentir al ardor en los ojos que permanecen fijos en ese esqueleto a punto de derrumbarse. Elegir al azar una pared. Imaginar lo que había allí horas antes. Un departamento hoy vacío, donde ayer había ruido, color, vida, sueños. Ese departamento. Cualquiera de los 47 que nunca más serán habitables.

Sentir de fondo el sonido de las sirenas, y abstraerse. Pensar en esas llamas que te llegaron en video al celular, y tomar conciencia de todo lo que se llevó el fuego.

Detrás de esa pared, de aquella, de la otra, se convirtieron en cenizas los recuerdos, el pasado material de centenares de marplatenses.

La caja de viejas fotos, el libro dedicado por la esposa, la pequeña caja de terciopelo azul donde guardaban el primer diente del hijo, aquel boletín de la primaria, el primer cuaderno, la remera con el perfume impregnado que siempre olía esa madre para sentirse cerca de quien decidió emigrar en 2001, la lapicera y el encendedor que conservaba de su padre fallecido, la rosa seca guardada entre las páginas del ejemplar de Cien años de Soledad de García Márquez que le regaló en aquel restaurante cuando cumplieron las bodas de plata de casados, la servilleta del hotel italiano donde vivieron esas inolvidables vacaciones, los dibujos y garabatos del nene pegados con el imán de la rotisería en la heladera, los escarpines que jamás supo dónde había guardado tan celosamente, la colección de estampillas, la cadenita de oro que le regaló la abuela con la medalla del signo del zodíaco cuando nació.

Detrás de esa pared, ahora invisible, había juguetes, discos, varios cassettes mezclados -el de Julio Iglesias adentro de la caja del de Queen-, la bufanda tejida por la bisabuela con puchos de lana de todos los colores que usó la quinceañera con orgullo, las postales que se mandaban los viejos, aquella carta de amor que nunca se atrevió a romper, la camiseta de Boca, la de la publicidad de Vinos Maravilla en el pecho, apolillada, la de River de Sanyo que alguna vez le firmó Gallardo siendo pibe en la puerta del hotel de Mar del Plata, esos lentes de sol ridículos y antiguos que eran su tesoro, el costurero con caracoles del que se reían pero nunca se animaron a dejarlo en el piso del incinerador, los billetes de 100 pesos moneda nacional que siempre veía y que estaban en el primer cajón de la mesita de luz, los “patines” tejidos a crochet que, decía ella, garantizaban la duración del piso encerado, el poster de Nirvana de esa habitación que nunca más se había tocado desde que él se fue a estudiar Veterinaria a Tandil, las marquillas de cigarrillo que alguna vez le trajo el tío “rico” que había recorrido Europa cuando sólo unos pocos lo hacían, la estampita de la comunión, el portarretrato que besaba cada noche, los soldaditos, los indios y el fuerte que él guardo en una caja bajo la cama para en unos años heredárselo a su nieto, las tarjetas de los boliches pegadas en el cuaderno…

Nada de eso queda. Detrás de las paredes no hay nada. Todo se lo robó el maldito fuego. Se lo llevó una noche de furia, sabiendo que no hay revancha. Que no hay dinero que pueda pagar esos tesoros personales que en cuestión de minutos se convirtieron en una pila de grises cenizas.

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